Todos los días se levantaba cojeando. Cojeando se alistaba. Cojeando iba calle abajo hasta llegar a su infeliz puesto. No le quedaba más remedio; le tocaba esa función aunque en el fondo la odiara con todas sus fuerzas. Había escapado de la muerte perdiendo medio pie en batalla, y después de recuperarse mediocremente en el hospital militar, lo relegaron a ese trabajo ingrato. Detestaba tener que vigilar a esos hombres iguales a él, que pensaban como él, cuya única culpa fue haberse manifestado en contra del régimen. Les tenía aprecio porque sabía que hacían algo bueno. Compartía con ellos su comida, cigarros y aguardiente. Los mantenía encerrados porque ese era su papel; pero les hablaba y sobre todo, escuchaba lo que le contaban. Se hizo amigo de los detenidos; ellos sabían que podían confiar en él. Tuvo problemas con sus superiores por su trato con ellos. No traicionó a ninguna de las dos partes; escuchaba y callaba. Cuidó a los reclusos durante largo tiempo, hasta el día en que todo cambió. Entonces, los prisioneros salieron y lincharon a quienes los tuvieron encerrados. Uno a uno los mataron sin piedad. Cuando llegó su turno, alguien lo reconoció y lo dejaron ir. Volvió a escabullirse de la muerte ese día. Apurado, cambió sus ropas y cojeando calle arriba, regresó a casa. Más tarde supo que los presos habían acabado con todos. Con todos, menos con el carcelero.
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