Los primeros rayos de sol en un frío amanecer de primavera sorprendieron a dos mujeres caminando por las calles de Jerusalén. Iban con prisa, nerviosas y apesadumbradas a la vez. Llevaban consigo esa mezcla de sentimientos que sólo conoce aquel que ha perdido a alguien muy cercano. Caminaban juntas, como de costumbre. Aunque desesperanzadas, caminaban con determinación, porque a pesar de sentirse devastadas, tenían una responsabilidad que cumplir. Y lo harían con el mismo amor de siempre.
Eran ellas Magdalena y María, dos de las mujeres que acompañaron a Jesús y sus discípulos durante sus años de ministerio público en Galilea. Habían preparado aceites y perfumes antes del sábado para ungir el cuerpo de Jesús crucificado y darle sepultura adecuadamente. Venían hablando de lo sucedido durante los últimos días, de lo terrible que era haber perdido a su Maestro y de qué les depararía la vida ahora que él ya no estaba. Se preguntaban si tan temprano habría alguien que pudiera ayudarles a correr la piedra que cerraba el sepulcro.
A medida que se acercaban al lugar del monumento, sus corazones volvían a rasgarse, deshilachándose violentamente por segunda vez en tres días. Al fin llegaron con su dolor y su pena al sepulcro donde José de Arimatea había colocado a Jesús envuelto en una sábana al bajarlo de la cruz. Cuando se acercaron, se percataron de que la piedra que sellaba la tumba estaba fuera de lugar. ¡Alguien la había movido! Pero… ¿quién?
Con una amalgama de gran asombro y miedo, las dos mujeres entraron al monumento y en medio de la penumbra encontraron sentados a dos hombres jóvenes con túnicas blancas resplandecientes. Al verlas entrar, uno de ellos dijo:
—Él ya no está aquí. Resucitó; no había nada para él en este lugar.
Las mujeres, aterradas, le escucharon con oídos sordos y sin poder articular palabra. ¿Quiénes eran ellos? Estupefactas, miraron a su alrededor intentando entender qué sucedía. Encima de una roca, cuidadosamente doblada, estaba aquella sábana que había envuelto al cuerpo de Jesús, pero no veían el cuerpo de su Maestro por ninguna parte. Sin dejar de mirarlas por un instante, el joven continuó:
—¿Acaso no buscan a Jesús de Nazaret, que fue crucificado tres días atrás aquí mismo, en el monte del Gólgota?
—Sí, es a él a quien buscamos, a nuestro Maestro. Vinimos a ungirlo y sepultarlo según las leyes —respondieron las mujeres al unísono—. Por favor, dígannos dónde está o quién se lo llevó —dijeron casi suplicando.
—¿Y por qué insisten en buscar entre los muertos a quien mora entre los vivos?
—Pero nosotras vimos cuando José el de Arimatea lo colocó en esta tumba hace unos días… Por favor, déjennos tomarlo de dondequiera que lo hayan llevado.
—¿Y dónde quedaron todas las enseñanzas de estos tres años? En Jesús se cumplió la profecía de que el Mesías sería entregado, le juzgarían, sufriría inmensamente, se le daría muerte y a los tres días resucitaría; recuerden cómo él mismo lo anunció tres veces en Galilea.
Con grandes ojos abiertos de par en par, Magdalena y María oían lo que el joven les decía, intentando comprender. Eran tantas las enseñanzas que habían recibido de su Maestro en ese corto tiempo, que tuvieron que hacer memoria. Al fin, Magdalena dijo:
—Recuerdo, sí, cómo habló sobre las profecías, cómo contó que sería muerto por nosotros, resucitando al tercer día y cómo nos prometió la vida eterna junto a él y nuestro Padre en los cielos. ¡Oh, María, todo se cumplió! —exclamó Magdalena, mirando a María con una expresión que combinaba algo de remordimiento con una felicidad infinita.
—Así es, Magdalena; lo que anunciaron los profetas sucedió palabra por palabra —dijo el joven, y dirigiéndose a ambas mujeres, prosiguió—: Jesús les enseñó que debían cumplir con las Leyes, creer en Dios, ser compasivos y amar al enemigo. El Mesías vino a salvarles de los pecados y con ello les prometió el reino de Dios. Recuerden también cómo les aseguró que no les abandonaría jamás. Su promesa es indeleble y fue sellada con la resurrección. No lo olviden, todo aquel que creyere será salvo. Vayan ahora con la esperanza renovada y den la buena nueva a los demás.
Así, con la fe renacida en la promesa de su Maestro amado, las dos mujeres salieron de aquel sepulcro quedando envueltas en los tonos naranjas y dorados más brillantes de cualquier amanecer que hubiesen visto jamás. Y en medio de la aurora, regresaron plenas de dicha y emoción por las mismas calles que horas antes habían recorrido sin esperanza alguna.
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