Abenteuer in Caracas, von Tile Schaefer
© 1969
Wiesbadener Kurier
AVENTURA EN CARACAS
Por Tile Schaefer
Por Tile Schaefer
Su rostro tenía aquel tono pardusco que muchas veces adquiere la piel de los europeos después de una larga estadía en el trópico, cuando no se vuelve colorada debido al elevado consumo de oporto y whisky. Con su pequeña estatura, cabello escaso y lentes de montura dorada y gran aumento, a través de los cuales pestañeaban dos ojos grises, lucía como cualquier otro. Parecía un pequeño contador o comerciante.
–¿Conoce usted Caracas? –preguntó–. Yo vivo aquí desde hace casi cuarenta años. En aquel momento, durante la gran quiebra bancaria en Alemania, usted sabe, al comienzo de la crisis, junté todos mis ahorros y vine aquí a probar suerte.
>>Hoy en día se encuentra aquí, junto a la practicidad gerencial y la objetividad del sentido comercial, no sólo la exquisita educación y cultura de los Amos del Valle, sino que de vez en cuando se topa uno con el don de la contemplación intuitiva, el contacto con lo sobrenatural; aquella relación con la naturaleza que yace adormecida bajo la superficie de una raza resultante de la mezcla de indios, negros y blancos.
El pequeño hombre bebió un sorbo de vino, carraspeó ligeramente y prosiguió:
–Debo decirle que soy agente de seguros. No tengo una gran oficina, no, no, sólo una empleada que contesta el teléfono y se encarga del papeleo, pero soy independiente.
>>Hace un par de meses encontré una tarde, al regresar de las visitas a mis clientes, una nota de ella donde decía que pasara ese mismo día por una casa en la Avenida El Bosque, en la urbanización La Florida, en relación con un seguro.
>>Después de comer un bocadillo tomé mi maletín con los documentos y me dirigí hacia la puerta. Aunque todavía era de tarde, ya estaba totalmente oscuro, ya que aquí el crepúsculo pasa muy rápido. A pesar de que estaba bastante caliente y húmedo decidí ir a pie.
>>Pronto comenzó a caer una fina llovizna. Aceleré el paso y finalmente me encontré algo jadeante frente a la casa indicada. Sin problema alguno llegué a la puerta, flanqueada por dos enormes agaves y mal alumbrada por un farol de opaca y escasa luz. Toqué el timbre y de lejos me respondió un tono quedo que se apagó rápidamente. Entonces se abrió chirriante la puerta de madera y hierro, y entré.
>>Un anciano negro de cabellos blancos vestido como sirviente me dejó entrar. Mencioné mi nombre y le dije que me esperaban. Él me pidió tomar asiento y esperar un momento mientras anunciaba mi llegada al señor de la casa.
>>Poco a poco se fue atenuando la luz de la gran lámpara de araña que colgaba del techo de vigas, ¿o tal vez sólo me lo pareció? El cansancio se apoderó de mí. Sentado en el sillón, justo cuando se me cerraban los ojos, vi por las ventanas cómo empezaban a caer rayos a la vez que retumbaban fuertes truenos. Entonces comenzó a caer uno de esos aguaceros tropicales que convierten instantáneamente cualquier paisaje en un lago. La lluvia golpeaba el techo de la casa de tal manera que la hacía temblar.
>>Al fin se arrastraron unos pasos, y desde el pasillo del fondo se me acercó un señor de tez morena con un traje impecablemente blanco. Imagínese usted, curiosamente olvidé sus facciones por completo. Solamente sus ojos, de un amarillo verdoso y con una rara expresión inanimada, son lo único que puedo recordar. Eso y su aspecto distinguido, con un toque de resignación y fatiga.
>>Me apresuré a presentarme y exponer el motivo de mi visita. Se mantuvo quieto durante un momento y luego movió la cabeza de un lado al otro, lentamente, penetrándome con la mirada. Así estuvimos parados, uno frente al otro, no sé por cuánto tiempo. Entonces, con un movimiento repentino, volvió la mitad derecha de su rostro hacia mí y dijo: "Se equivoca señor, hoy hace cuarenta años me quité la vida". Y vi cómo de un pequeño orificio dentado y rojiazul en su sien bajaba lentamente un delgado hilo de sangre.
>>En ese momento un rayo especialmente intenso iluminó la sala deslumbrándolo todo, y junto con el ensordecedor trueno que le siguió perdí el conocimiento.
>>Desperté al sentir que la humedad cubría mi rostro. Me incorporé aturdido. Estaba tendido en la calle, junto al viejo muro del jardín. Las hojas del enorme árbol de caucho, sacudidas por el viento, me echaban sus gotas en la cara. Había dejado de llover y una delgada medialuna me miraba parpadeando maliciosamente. No sé cómo llegué allí. Mi maletín ya no estaba, debí haberlo perdido. A duras penas me levanté y me fui tambaleando a casa.
–¿Qué me dice usted al respecto? –continuó–. ¿Alucinación? ¿Sueño? Puede ser, ¿quién sabe? Por lo demás le aseguro que nunca antes en mi vida me había pasado algo parecido. Pero escuche el final de la historia: por supuesto que pesqué un buen resfriado, incluso estuve en cama por dos días. Pero el incidente me robó la tranquilidad.
>>Lo primero que hice cuando regresé a la oficina fue preguntarle a la secretaria por aquella llamada telefónica. Resultó ser que la señorita se equivocó al anotar la dirección. En realidad se trataba de una calle del mismo nombre en otra urbanización de Caracas. El señor también había vuelto a llamar. ¿Así que todo no fue sino una coincidencia? Se imaginará que esa explicación no me satisfizo de ninguna manera y que aquel asunto no me dejaba en paz.
>>El jardín yacía quieto bajo el sol resplandeciente, no había ni una brisita que moviera la gran palmera, sólo un par de iguanas se trepaban lentamente por las ramas del árbol de caucho. Sacudí el portón; estaba cerrado. Desconcertado, observé la casa que parecía mirarme de manera sombría y amenazante.
>>Me di la vuelta y caminé hacia la casa de al lado, una pequeña quinta pintada de amarillo y sin patio delantero. Una anciana criolla con ropa dominguera estaba sentada en la terraza del frente, leyendo el diario mientras fumaba un tabaco. Me acerqué saludándola de manera cortés y le pregunté si sus vecinos habrían salido, porque el portón estaba cerrado. "Señor –respondió la vieja, mirándome fijamente y con desconfianza– debe estar equivocado, esa casa lleva muchos años vacía. Pero si está interesado en alquilarla, sepa que yo tengo la llave y se la puedo mostrar". Le respondí afirmativamente, ella buscó un llavero y nos dirigimos hacia la calle mientras me contaba que nadie quería alquilar ni comprar esa casa, porque se decía que allí había espíritus, ánimas.
>>Entramos por el portón hacia la casa, caminando por el sendero de baldosas. Con algo de esfuerzo le dio vuelta a la llave en el cerrojo pesado y oxidado. Pasamos. Sí, esa era la antesala que ya yo conocía, ¡pero estaba vacía! Aquí desde luego que no había vivido nadie desde hacía años. Los alféizares de las ventanas estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo y un vidrio roto parecía servirle de entrada al escondrijo a algunas mariposas nocturnas enormes que estaban pegadas al techo. Telarañas en las esquinas, por todo el suelo había pedazos de papel y los restos de una caja rota.
>>La vieja criolla me miró sin comprender. Negando con la cabeza me di vuelta para irme. Cuando tomé el pomo de la puerta, mi vista cayó hacia la parte trasera de la entrada. ¡Allí estaba mi maletín negro!
El pequeño hombre bebió un sorbo de su vaso, apagó su cigarrillo y me dijo:
–Y ahora señor, le pregunto: ¿qué opina usted de todo esto?
©1969 TILE SCHAEFER
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